Lectura del santo evangelio según san Juan (16,5-11):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: “¿Adónde vas?”. Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré.
Y cuando venga, dejará convicto al mundo acerca de un pecado, de una justicia y de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el príncipe de este mundo está condenado».Palabra del Señor.

La tristeza que prepara el consuelo:
Jesús, en su conversación íntima con los discípulos, no oculta la tristeza que les invade al anunciarles su partida. Él sabe que están llenos de confusión, que sus corazones están cargados de preguntas, y aun así insiste en que es mejor que se vaya. No es una despedida sin sentido, ni un consuelo vacío: es la promesa de una presencia más profunda, más cercana, aunque invisible. La vida en comunidad y el trabajo en la parroquia muchas veces nos pone frente a despedidas, ausencias, rupturas. Y sin embargo, como en el Evangelio de hoy, también nosotros debemos confiar en que esa pérdida puede ser puerta para algo más grande.
El Paráclito no es teoría, es presencia viva:
Cuando Jesús promete al Espíritu Santo —el Paráclito— no habla de una idea abstracta, sino de alguien real que “convencerá al mundo de lo que es pecado, de lo que es justicia y de lo que es juicio”. En nuestras reuniones comunitarias, en los encuentros de formación, en los espacios de misión, es fácil caer en la rutina. Pero cuando dejamos espacio al Espíritu, todo cambia. Él no grita, pero mueve. No obliga, pero convence. Y cuando un joven se atreve a perdonar, cuando una madre encuentra fuerzas para seguir orando por su hijo que se ha alejado, cuando alguien decide quedarse a servir en silencio, ahí está el Espíritu, obrando con poder discreto.
Pecado no es solo romper normas:
Jesús dice que el Espíritu nos convencerá del pecado “porque no creen en mí”. No se trata de transgresiones visibles, sino de una falta de confianza en la vida que Él propone. Hoy hay muchos que viven en ambientes cristianos, pero no creen realmente en Jesús como compañero de camino. Creen en estructuras, en normas, en ritos… pero no en Él. Y entonces, en las parroquias, nos encontramos con personas que sirven sin alegría, que corrigen sin amor, que predican sin fe. Volver a creer en Jesús —con todo lo que eso implica— es dejarse tocar por ese Espíritu que renueva desde dentro.
Justicia no es venganza ni castigo:
La justicia de la que habla Jesús no es la del mundo. Él dice que el Espíritu convencerá “de la justicia, porque me voy al Padre”. Qué extraña forma de definir la justicia: no como un juicio, sino como la glorificación del que fue condenado. ¿No es eso lo que pasa cada vez que un pobre se convierte en maestro de fe? ¿Cada vez que un marginado se vuelve el corazón de una comunidad? ¿Cada vez que una parroquia pone a los últimos como primeros? Esa es la justicia del Evangelio: la que eleva lo que el mundo desprecia.
Juicio no es condenación, sino revelación:
“El príncipe de este mundo está condenado”, dice Jesús. No habla de personas, sino de la lógica que domina tantas estructuras: la lógica del poder, de la mentira, del egoísmo. Y el Espíritu lo deja en evidencia. Es ese juicio que sentimos cuando en una reunión apostólica alguien propone una idea contraria al Evangelio, y el grupo se une en discernimiento. Es ese juicio que ocurre cuando una parroquia decide dejar de centrarse en el dinero y vuelve al servicio gratuito. No se trata de condenar, sino de despertar conciencia.
Meditación Diaria: Hoy Jesús nos recuerda que su partida no es ausencia, sino transformación. El Espíritu Santo viene a nosotros no como visitante temporal, sino como compañero permanente. Él nos ilumina para entender el pecado no como culpa, sino como distancia de la fe viva; la justicia no como castigo, sino como el triunfo del amor; y el juicio no como amenaza, sino como la derrota del mal. En nuestras parroquias, comunidades y movimientos, este Espíritu sigue obrando, si le damos espacio. Cada gesto de misericordia, cada acto de fe en medio de la duda, es signo de su presencia. Que hoy podamos caminar con humildad y escucha, dejándonos convencer por esa Voz que no grita, pero que lo transforma todo.
Published by